El
apóstol Pablo en una oportunidad escribió lo siguiente a sus discípulos en
Corinto: “Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose
hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o
ladrón; con el tal ni aun comáis” (1ra. Corintios 5:11).
Pablo
escribía preocupado a los corintios debido a que entre los hermanos se
encontraba alguno que estaba practicando voluntariamente el pecado. Cuando el
pecado entra y comienza a ser practicado por cualquier miembro de la Iglesia,
ésta corre el riesgo de contaminarse y debilitarse, por lo cual Dios debe
disciplinarla para su restauración.
Esto
recuerda al momento en el cual Josué cayó derrotando ante un pueblo pequeño,
después de haber tomado la ciudad de Jericó por medio del poder de Dios, el
cual derrumbó los muros de una cuidad, pero luego permitió la caída en batalla
de su pueblo contra un enemigo mucho más pequeño y débil.
Jehová Dios le declaró a Josué: “Israel ha pecado, y aun han quebrantado
mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han
hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres. Por esto los
hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus
enemigos volverán la espalda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré
más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros”
(Josué 7:11-12)
Debemos entender como Iglesia que nuestra santidad personal y colectiva
es un mandato de Dios, el cual debemos guardar y coguardar. Si bien la
salvación es individual, como Iglesia somos un cuerpo, donde los unos a los
otros nos necesitamos, en comunión y unidad. Si un miembro de la iglesia se
encuentra en pecado se le debe corregir en amor y procurar que el mismo vuelva
su mirada a Dios y procesa a arrepentirse (Hebreos 3:13), para así no perder la
bendición y victoria colectiva que nuestro Padre desea derramar sobre nosotros.
Dios te bendiga.